jueves, 30 de abril de 2009
30 denarios
Judas, con un beso entregas al hijo del hombre?
Soy acaso un ladrón, para que vengan con espadas y palos?
Todos los días estaba con ustedes en el Templo y no me arrestaron.
Pero esta es vuestra hora, y el poder de las tinieblas...
Señor, qué numerosos son mis adversarios, cuántos los que se levantan contra mí. Cuántos los que de mí dicen: Dios ya no quiere salvarlo!
Yo me acuesto y me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene.
No temo a la multitud innumerable apostada contra mí por todas partes. Levántate Señor! Sálvame Dios mío!
Y ustedes, señores, hasta cuando ultrajarán al que es mi Gloria, buscarán lo engañoso y amarán lo que es falso?
jueves, 23 de abril de 2009
Continuidad de los parques
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
miércoles, 15 de abril de 2009
miércoles, 17 de diciembre de 2008
Blues de la Piedad
viernes, 12 de diciembre de 2008
martes, 2 de diciembre de 2008
Woody Allen
"Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida."
"En realidad, prefiero la ciencia a la religión. Si me dan a escoger entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire."
"Y mis padres por fin se dan cuenta de que he sido secuestrado y se ponen en acción rápidamente: alquilan mi habitación."
“A las cuatro de la mañana nunca se sabe si es demasiado tarde o demasiado temprano.”
"Para el ejército me declararon inutilísimo. Si hubiera una guerra yo sólo serviría de rehén."
"Recuerdo a los profesores de nuestra escuela pública. Teníamos un dicho: Los que no saben hacer, enseñan, y los que saben enseñar, enseñan gimnasia. Y, claro está, los que no sabían nada de nada, venían a enseñar a nuestra escuela."
lunes, 1 de diciembre de 2008
Eiti Leda
quiero verte la cara
brillando como una esclava negra
sonriendo con ganas, nena
lejos, lejos de casa
no tengo nadie que me acompañe
a ver la mañana
ni que me de la inyección a tiempo
antes que se me pudra el corazón
ni calienten estos huesos fríos, nena
quiero verte desnuda
el día que desfilen los cuervos
que han sido salvados
sobre alguna autopista
que tenga infinitos carteles
que no digan nada
quiero quedarme, no digas nada
espera que las sombras se hayan ido nena
¿no ves que blanco soy, no ves?
quiero quemar de a poco
las velas de los barcos anclados
en mares helados
y tus piernas cada vez más largas
saben que no puedo volver atrás
la ciudad se nos muere de risa,
nena
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